viernes, 25 de abril de 2014

Portazos con sabor a Noviembre

Sus ojos de hielo me cortaron con la misma intensidad con la que el silencio cortaba el aire. Sus manos frías se revolvían buscando excusas suficientes para cerrar la puerta por última vez o para correr el riesgo de volver a colarse entre mis sábanas como si fuera la primera vez que lo hacía.
Y no sabía cuál de las dos opciones me aterraba más.
El silencio de la noche envuelto en el frío del invierno rasgaba la ventana y las agujas del reloj me arañaban la esperanza con cada "tic-tac" que pronunciaban entre risas. Mi cigarro se consumía en mis dedos mientras la luna se reía de mí tras la ventana, mientras gatos callejeros le maullaban a la soledad.
Me miró, con esos ojos azules eclipsados por las lágrimas, con esa mirada entre tristeza y lástima, que anunciaba que no iba a quedarse. No otra vez. Se levantó y se fue dejando que el vestido bailase con su cintura y que su olor se quedase en la habitación para siempre. Cerró la puerta y mi mundo se derrumbó en un conjunto de gritos silenciosos. El recuerdo de su risa retumbó en la habitación vacía y todas las fotos que jamás nos sacamos me estallaron en las entrañas.
Se fue. Se fue sin mirar atrás. Se fue sin pensarlo dos veces y yo no tenía motivos para culparla. Se fue porque no supe quererla como ella se merecía, porque sabía que merecía algo más que compartir whisky barato y tabaco de madrugada, que escuchar unos poemas que no rimaban. Se fue porque sabía que merecía más de todo lo que yo podía ofrecerle, aunque fuera todo lo que yo tenía.
Supongo que desde esa noche de Noviembre (aunque posiblemente no lo fuera, todos los momentos tristes me saben a Noviembre), que no me siento ni a mí mismo. Desde que se fue, que creo que me llevó mí consigo porque no me encuentro. No encuentro la manera de salir de toda esta mierda sin acordarme de que se me escapó de entre los dedos como la suave arena de una playa de dioses, no encuentro la manera de olvidar todas las noches que compartimos, todos los sueños que nos robamos, y todos los acantilados por los que escalamos. Me he tatuado su sonrisa en el alma, he convertido mirar su fotografía para escribirla por las noches en mi enfermedad crónica, y he renunciado a todas las posibilidades de vivir sin ella que el mundo me ha ofrecido.
La he perdido. Y lejos de culpar al mundo porque se haya ido, he decido alimentarme del recuerdo de su último portazo para recordarlo y vivirlo cada instante que sienta que me caigo por todos los acantilados por los que me hizo escalar de madrugada, he decidido revivir cada uno de los instantes que viví a su lado como si de ello dependiera mi vida, he decidido seguir escribiéndola. He decidido rendirme al mundo, y esperar que vuelva rodeado de la fragancia que dejó una noche de Noviembre (o quizás no) tras un portazo.

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