lunes, 16 de septiembre de 2013

Atardeceres en una torre

Caí en tu embrujo como si de un bonito precipicio de mentiras que prometen felicidad se tratase. Como si mil besos y caricias fueran la firma suficiente para todas esas promesas absurdas que todos sabíamos que no ibas a cumplir; todos menos yo. Como si todos tus abrazos de madrugada merecieran romperme a la mañana siguiente al no descubrirte al otro lado de la cama. Como si todas las sonrisas que creí que me dedicabas fueran un orgasmo de mi alma, y me bastase para no tener que marcharme, sino esperar que tú lo hicieras.
Pero las cosas cambian. Y ahora ya sólo recuerdo el desgarre de mi ropa bajo tu perfecta sombra, que siempre bailó conmigo cuando tú no estabas; que fue siempre. Cuando tú escapabas de mis súplicas para que no te fueras, como se escapa la arena de una playa desierta entre mis dedos mientras busco un diamante en bruto que sea capaz de prometerme que no volverán las lágrimas a mi vida, sin saber que está a punto de empezar a tronar, viene una tormenta. Una tormenta de esas que no te dejan ni respirar, una tormenta que se inicia en mi estómago, sube por los pulmones dejándolos sin aire y arrasando todo lo que se encuentra a su paso; sube por mi cuello haciendo un nudo que no puedo deshacer por mucho ímpetu que ponga en ello, un nudo destinado a permanecer ahí hasta que me olvide, hasta que te olvide; y la tormenta sigue subiendo hasta que consigue ahogar un llanto en alguna almohada de una cama vacía, puesto que tu pecho no está para abrazarme porque jamás quiso mojarse.
Caigo. Y suspiro encogida en el suelo de alguna habitación vacía. Tu olor sigue presente y tu colonia sigue en la tercera balda del baño, y una camisa blanca manchada de pintalabios y todos los botones rotos sigue en el suelo, junto a la cama, de donde puedo jurar que sale un remolino que invade la habitación de tu olor, de tu sabor, de ti.
Juro oír tu voz. Y tu manera apresurada de subir las escaleras hasta llegar a mí, como si de una princesa dormida en lo alto de una torre me tratase, y tú el cruel guardián de la torre que sólo quiere despertarme de mi profundo sueño para dejarme despierta, con insomnio y ansiosa de que vuelvan a acariciarme tus manos la espalda como si fuera un piano y tú el pianista que escribe mi vida en una partitura con cada movimiento de muñeca que hace.
Arrasas. Arrasas con toda mi vida como si de un huracán se tratase. Rompes todo lo que me encuentras. Haces que me pierda de vista y que no me encuentre aunque no quiera hacerlo, me secuestras dejándome sola con mis ganas inmensas de morderte la boca, de perderme en tus ojos y de abrazarme a tu mirada.
Me ahogo. Me ahogo en tu mirada como si de una sirena que no sabe nadar me tratara. Huyo del tsunami de tus caricias y escapo del volcán en erupción de tu sonrisa; le suspiro a las ganas de besarte por decimosexta vez mientras tú te alejas a paso lento pero decidido bajo la tormenta de mis ganas de escapar contigo, lejos de toda esta vida absurda que empieza al cerrar la puerta de la entrada de un portazo, el mismo con el que me he encerrado dentro de mí, sin querer saber nada de nadie que no seas tú.
Y allí, encogida en algún rincón de una habitación vacía, muero por dentro condenada a dejar que mis ojos, que ya sólo son cuencas vacías sin ganas de sonreírle a la vida, porque mi vida se fue contigo, con ese portazo; simplemente sirvan para llorar hacia dentro, que siempre ha dolido más.