domingo, 8 de junio de 2014

Nuestro calcetín rojo.

El vestido negro bailaba con su cintura (y qué cintura), mientras ella cegaba la luna con su sonrisa de cuento. Contaba las estrellas como si fueran lunares en la espalda de cualquier afortunado que hubiese conseguido llegar al paraíso de sus sábanas y cantaba como si el miedo no existiera.
Ella tendía a enamorarse con prisas de cualquier hombre que le recitase un poco de poesía en los amaneceres de cada noche pasada en vela, y con la misma rapidez se olvidaba cuando éste le cortaba las alas. Tendía a escapar de las ataduras de cualquier idiota que creía que podía tenerla, cuando ella se limitaba a amar con locura para después olvidar como si no doliera. Ningún hombre que haya visto su manera de despertar al mundo con sus bostezos ha conseguido olvidar sus piernas largas, sus labios rojos y sus ojos añil. Y de hecho no los culpo, yo tampoco he conseguido olvidar cómo bailaba conmigo para hacerme olvidar el mundo, cómo subía las escaleras contoneándose para avisarme que tenía ganas de amarme, y cómo fumaba y recitaba poemas las noches de verano en el balcón acompasada por el silencio de la noche. Yo aún no he podido olvidar cómo volaba entre mundos y su olor indescriptible e imposible de enfrascar.
Ella se había ido hacía tiempo de mi vida, me había dejado los cajones vacíos a conjunto con mi alma, un café frío encima de la mesa y un corazón hecho trizas. Me había dejado tantas noches tristes como tiene la luna, y tantos sueños rotos como alguien que sufría desamor puede imaginar.
El whisky barato se había convertido en mi único acompañante de noches rotas, y un calcetín rojo de Navidad se había convertido en el peluche al que abrazar todas las noches como si fuera a protegerme de todas mis pesadillas.
Era invierno. De esos inviernos fríos que rasgan las ganas de sentir, y en los que llueve desde el amanecer hasta el atardecer. Era uno de esos inviernos que se sienten más con los huesos que con las manos. De esos inviernos que ninguna compañía de alquiler podía mitigar. Yo entraba por la puerta de una casa tan fría como la nieve, olía a alcohol y tabaco, y a amor comprado. La casa yacía patas arriba, a conjunto con mi vida, pero esa noche más de lo normal.
Empecé a buscar aún ebrio como un idiota un estúpido calcetín rojo de esos que se cuelgan de las chimeneas de Navidad, se lo regalé a Ella prometiéndole que algún día tendríamos una chimenea, sin embargo lo dejó encima de la mesa al lado del café frío el día que decidió marcharse.
Y aquí sigo, buscando como un idiota un estúpido calcetín rojo, mientras el mundo no sé si me da vueltas o ha dejado de dármelas.